A medio deconstruir

A medio deconstruir

Podcast por Paco Estevarena

SEGUIR — En Spotify

Ir

Relatos de un equis de la generación equis

Huevos revueltos

Desde que me enteré de que Paul McCartney se despertó una mañana en lo de su novia Jane Asher habiendo compuesto Yesterday durante un sueño, la idea misma no dejó de perturbarme y, por qué no, darme cierta expectativa en que algún día me sucedería algo de trascendencia similar. 

Dice la historia que, tan simple como mágico pueda considerarse, Paul despertó cantando “scrambled eggs” con la melodía del tema más versionado de la historia y murmurando a continuación el resto de la canción. Que luego, por su similitud fonética en inglés, tan solo con un par de batidas más, los huevos revueltos pasaron a ser “Yesterday”, a los que agregó otros ingredientes para cocinar el que hoy conocemos como uno de los éxitos principales de The Beatles. Porque tengo cierto escepticismo hacia todo lo sobrenatural, me resulta más fácil creer que el sector medio de la canción o middle-eight “why she had to go, I don’t know, she wouldn’t say…”, así como otras partes que suelen ser de factura más técnica como la coda o final del tema, no fueron fruto del sueño, sino parte de una elaboración posterior, ya sea propia o en colaboración con su experimentado productor artístico Sir George Martin. Aún así, el solo hecho del nacimiento de la que tal vez sea la canción más popular de la historia moderna como parte de un pasaje onírico, no hace más que generarme curiosidad y admiración singular. Incluso en mis días más optimistas, actúa en mí como validación de la existencia de una fuerza superior, llámese Dios, o algo que no comprendemos y nos excede para bien. Quién dice, hasta en una posibilidad de trascender a la vida humana o, al menos, un motivo que la justifique. Y basta. Porque como intentaré contar a continuación, mi experiencia personal acerca de los sueños y la creación fue por mucho tiempo mucho más cercana a lo mundano, por no decir vergonzante.

Un acercamiento superficial a la psicología, resultado de dos materias universitarias durante mi formación como publicitario, más al menos quince años de terapia posterior en el rol de paciente, me habilitan a tomar postura, caraduresca pero convencida, sobre dos definiciones relativas a la interpretación de los sueños. Acuerdo en su totalidad con la teoría de los restos diurnos, es decir, que todo lo que soñamos tiene anclaje y fundamento en sucesos del día. No necesariamente de la jornada anterior, sino con experiencias reales pasadas. Por el contrario, refuto de modo vehemente hasta al más experto que los sueños son una construcción posterior al despertar, que son un mero intento de explicación de lo abstracto que modelamos desde un estado consciente de vigilia. Mi marco teórico es nulo para afirmar o negar cualquiera de los dos argumentos, pero quién podría esperar razones de un músico, que vive de la publicidad y que por sobre todas las cosas es muy argentino…

Desde que decidí dar estatus de revelación a la anécdota de Paul, tuve algunas experiencias que podrían considerarse truncas y que guardan un patrón similar. Pero muy a mi pesar, ninguna tiene que ver con la música. Desde el fin de mi adolescencia, mi momento de inspiración musical sucede solo cuando manejo. No cuando me baño, ni cuando bebo, ni en cualquier otra dimensión de tiempo, espacio o situación, entre las que figuran el dormir y el soñar. Tengo que estar al volante. Sin excepción. Lo acepto con resignación graciosa, ya que dormir durante la conducción de un vehículo a cambio de un extra de lucidez artística, no sería seguro para mí o para la comunidad circundante. 

Me atrevo a afirmar con rigurosidad científica que manejar un auto posee similitudes con el estado del sueño profundo. Partes del cerebro se desconectan para dar lugar a otras funciones motrices, automatizadas, necesarias para la conducción, que en caso de ser racionalizadas, dirigirían inevitablemente al choque. Ese espacio mental, librado de pensar en pisar uno u otro pedal, girar o pasar un cambio, promueve las condiciones propicias para la inspiración y, en el mejor de los casos, la creación. Recuerdo los nombres de las calles con sus intersecciones o alturas, los kilometrajes aproximados de rutas o desvíos de autopista en los que vinieron a mí cada una de mis canciones.

Distinto es lo que (no) me sucede al dormir. A la fecha no logré que se me manifieste ninguna música original durante el sueño y, en consecuencia, ningún recuerdo de fragmento de canción al despertar. Ni siquiera un mínimo indicio sobre el cual comenzar una composición. A cambio, de modo ocasional, recibo guiones cinematográficos, argumentos para novelas o incluso sagas completas de libros, sobre los que me avergüenzo admitir, no valoro por su calidad, sino por la absoluta certeza de que se transformarán en blockbusters o en bestsellers. Reconozco que son una tremenda porquería, pero a la vez una basura que me liberará de tener que volver a trabajar de ahí en más, ya que sin duda existirá un público idiota para consumirla. Una vez que en medio del sueño se instala esta idea, el mismo continúa al solo objeto de la futura generación de más lucro, planeando las secuelas y precuelas, ediciones especiales, merchandising y derechos de comercialización. Mercantilismo onírico obsceno en su máxima expresión.

No fue por pereza posterior que jamás transcribí éxitos de taquilla asegurados como el de la secta de vampiros zombieadolescentes que se reproducen en una quinta de San Isidro, del cual no los voy a someter a su sinopsis breve. El estado de consciencia matutino me devuelve a un nivel de sensatez en el que prefiero privilegiar un pasar digno de clase media laburante, a convivir con el peso de una fortuna mal habida a base de entretenimiento chatarra. Sin embargo, ayer por la noche finalmente vino a mí la que puedo considerar mi ópera prima, digna de mención, que me enorgullece contarles resumidamente a continuación, antes de comenzar mañana mismo con la tarea extensa pero redituable de escribir el primer volumen completo. Porque una obra con destino de clásico universal corresponde que primero sea literaria, para recién luego evaluar su adaptación cinematográfica.

Siempre voy a escribir en primera persona. Me parece mucho más honesto que contar una historia en tercera persona en la que el protagonista es un escritor. Me quita las ganas de ser leído cualquier libro cuyo personaje principal sea alguien que escribe. Si hay que ser autorreferencial, mejor serlo a fondo. Lo que no implica impedir la ficción sobre uno mismo, ni ser obligatoriamente autobiográfico. Por eso, soy coprotagonista de esta historia.

Somos cuatro amigos de la escuela primaria. Pero en la actualidad, todos cuarentones. Lóscar, que no es L’Oscar, una especie de Oscar francés, sino Lóscar, bien porteño, Carlos al revés. En los ochentas era un bully, aunque acá ese término no se usase. Un chico que hostigaba a sus compañeritos, a veces me tocaba a mí, a veces a otros. Nos agarramos a trompadas algunas veces, sin vencedor concluyente. A medida que crecimos comencé a darme cuenta de que Loscar era en efecto un tipazo. Y hoy, visto en retrospectiva, pienso que cumplía con todos los estereotipos sociales y familiares que terminan transformando a una víctima en un bravucón. La última vez que lo vi fue en el bar La Farola de Olivos, durante el sorteo para la colimba. Creo que zafó por número bajo y, como marca la tradición de festejo, le pelamos la cabeza a tijeretazo limpio. No volví a saber más de él, hasta reencontrarlo, de cuarenta y largos, en este sueño que mañana comenzará a ser novela. Luego está Tomás, que vivía a media cuadra del colegio. En su casa probé por primera vez la cerveza. Hará unos diez años reapareció por Facebook con porte de comisario político, preguntándome mucho qué pensaba de tal o cual cosa, asumo buscándome de aliado para militar quién sabe qué. Le seguí un poco el juego, hasta que se dio cuenta de mi desinterés genuino y me retiró la amistad virtual. Ahora volvió sin rencores para esta historia. Por último, Tito, convertido en Tillo de adolescente. Mi mejor amigo de la niñez. Días de ping-pong y TEG. Derramamos un vaso de Fanta dentro del televisor Grundig de mis viejos mientras jugábamos al golf de la Commodore 64, quemándolo por supuesto y quedándonos sin computadora por un mes entero. Un fin de semana en el campo de su familia en Entre Ríos pescamos una anguila. El pobre bicho se resistía estoicamente a los machetazos, hasta que dejamos de prestarle atención y nos fuimos a hacer otra cosa. Esa noche, comiendo arroz, nos enteramos de que la carne que contenía la cazuela era de la mismísima anguila. La vomitamos. El verano siguiente, me invitó unos días a su casa de vacaciones de Pinamar y, de tanto ir a un lugar de videojuegos que por entonces se llamaba Enjoy, a él le regalaron un peluche de Mario Barakus y a mí una musculosa de promoción del local con un Pac-Man. Durante el secundario nos fuimos distanciando, reencontrándonos muy cada tanto a través de la música. Él tenía un grupo de rockabilly, género que yo por aquel momento menospreciaba por antiguo y simplón y que hoy amo. Compartimos algunas zapadas divertidas, rociadas de bourbon, lo que daba un toque de autenticidad country a las sesiones. Años más tarde, ya en mis veintes, me enteré a través de un amigo en común de que Tillo había muerto ahogado, nadando en un dique de Córdoba. Ahora había vuelto desde el más allá, en versión adulta pero dientudo como siempre, para la aventura que nos esperaba.

Es un domingo silencioso y de calor. Los cuatro cuarentones estamos sentados en la escalinata de entrada de una escuela pública. Nos levantamos y nos acercamos a la puerta, de vidrio esmerilado, que estaba cerrada. Lóscar, con destreza, mueve la cerradura y le introduce cosas hasta que logra abrirla. Entramos al patio principal. Hay una parrilla en el medio, improvisada, de esas que los obreros arman pegaditas al piso, sostenidas solo por ladrillos, en las obras en construcción. De adentro de una bolsa saco un pacú, un pescado de río. Grande, carnoso, intimidante. Lo echamos a las brasas, se cocina y lo comemos. Ninguno de los cuatro habla. Al rato empieza a entrar más gente al colegio. De todas las edades, familias, lo que se podría denominar “barrio”. A nadie le llama la atención que estemos comiendo ahí. Aún sin hacernos comentario alguno, nos alcanza para saber que son amables. En poco tiempo arman una feria, una kermés escolar. Nos quedamos ahí con ellos. 

Me despierto y preparo unos huevos revueltos. Empiezo a escribir el primer capítulo.

DESCARGAR EN FORMATO PDF

¡GRACIAS POR COMPARTIR!
ESCUCHAR COMO PODCAST

Séptimo grado
Lóscar, Paco, Tito y Tomás en 1986.

¿Cómo se baten los huevos?

Comentar

Relatos de un equis de la generación equis

Más

Suscribite