A medio deconstruir

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Podcast por Paco Estevarena

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Relatos de un equis de la generación equis
       

Ser gordos hoy (y mañana también)

—La gente es muy puta con los gordos. Si te comés una porción de pizza de más, te dicen: «Dale gordo, aflojá… ¿No ves que te hace mal?» Pero si no la agarrás es mucho peor. Entonces pasa a ser: «Dale gordo, comete otra… ¿Justo hoy venís a empezar la dieta?»

Yo limpiaba con pan el tuco del fondo del plato mientras lo escuchaba monologar a Marito, mi compadre. Por supuesto, todo esto fue previo a que él decida cortar por lo sano, una expresión bastante literal si nos referimos al hacerse un bypass gástrico. Antes de que adelgace y empiece a aburrirme con lecciones de alimentación saludable, nuestras comidas juntos eran mitines de militancia obesa. Se comía mientras se hablaba de comer. 

—Te digo más, la gente es re puta —le retruqué con la boca todavía llena —. Yo en 2009 había bajado de peso un montón. En un evento, me cruzo con un cliente y lo primero que me pregunta es si estoy bien o estoy enfermo. El tipo asumió que si sos gordo, la única forma de que estés flaco es que te agarres un cáncer. La gente es muy puta con el gordo hasta cuando ya no es gordo. 

—¿Pedimos el postre? —me interrumpió, como corresponde, sin cambiar de tema.

—Flan mixto —afirmé.

Ambos tuvimos la suerte de ser gordos sin apodo de gordo. Y de tampoco ser llamados “el gordo”. Por lo visto, siempre había alguien más rechoncho a nuestro alrededor que nos libraba del mote. En el colegio, a él le decían Sincuello por tener el pescuezo corto, una condición más distintiva que la gordura. A mí, durante los últimos años del bachillerato, Búfalo. Si bien el alias era en honor a un animalejo bastante voluminoso, la comparación me resultaba conveniente. Sabiendo de todos los sobrenombres que puede ligar un gordito adolescente, el de búfalo era casi un título nobiliario. Ser presentado a una chica como el Búfalo Estevarena me concedía un halo de fuerza y virilidad al que intentaba sacarle provecho. En cualquier caso, era mejor que empezar la charla después de haber sido introducido como el Chancho o el Foca.

Los ochentas, cuando nos tocó crecer a Mario y a mí, seguían siendo una época genial para ser un hombre blanco adulto. E igual que siempre, un tiempo pésimo para ser un rellenito en edad de secundario. En décadas anteriores, el estudiante seboso boomer sabía que no cogía, pero que una vez entrado en la edad adulta se cobraba todo junto el rechazo del género femenino a puro machismo holgazán. Sin compensación alguna, los obesos juveniles vírgenes de la generación equis y millenials estamos siendo cogidos hoy por una multiplicidad de tareas domésticas y parentales propias de nuestros esfuerzos de deconstrucción. El balance retornará, felizmente y a su tiempo, para aquellos centennials y pandemials gordinflones adolescentes. Como parte de una sociedad evolucionada y ya no juzgados por sus cuerpos, seguirán sin ponerla, pero no les importará. 

La realidad es que la carencia de coito para el joven gordo es un flagelo transgeneracional, con un solo remedio: volverse jugador de rugby. Repito, el único remedio. Porque todos saben que la labia y la billetera nunca equilibran la balanza si del otro lado lo que hay son kilos en masa. Que no existe gracia suficiente contra la abundancia de grasa; que ni a las gordas les gustan los gordos piolas, cancheros o con plata; que los aceptarían, tal vez de grandes, ya resignadas, pero que no los tocarían ni con un palo, mientras aún mozas sueñen con esperanza en volverse flacas. En el mientras tanto, siempre preferirían a un feo, a un reo o incluso a un reo feo, pero nunca a un grueso con sobrepeso para el amor o para el sexo. Por eso, terminemos con esa falacia de que con tener guita y letra alcanza, que lo único que logra es consumir la pubertad de los gordos en desconsuelo y, en el mejor de los casos, convertirlos en buenos oradores, millonarios precoces o standuperos. Pero aún si jóvenes prestigiosos, atiborrados de azúcares, harinas y celos. 

Es así que al teenager mantecoso le quedará esperar a la adultez, adelgazar, o volverse segunda línea o pilar si no quiere debutar pagando. Esto último, algo que no es una alternativa moral y que no haría ninguna persona de bien (desde luego, me refiero a lo de ser rugbier). Limitadas las opciones a ponerse fit o esperar la madurez, posiblemente el regordete alcance los treinta tras varios regímenes, programas de ejercicio y tratamientos fallidos para perder peso, decantando así en el que parece el único destino inevitable y feliz de la mayoría de los hombres redondos. Haber arribado a esa edad mágica y llena de oportunidades en que las mujeres de su misma generación, bellas y feas por igual, sienten que se van a quedar solas para toda la vida y se aferran al primer mamarracho que se les cruza. Es entonces que, por primera vez, el gordo podrá elegir y disfrutar del amor, igual que como elige y disfruta un postre.

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