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Podcast por Paco Estevarena

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Relatos de un equis de la generación equis

Los ases del ping-pong

Por un período de dos o tres años durante mi preadolescencia quise destacar como jugador de ping-pong. Lo consideraba un tema serio, vocacional, aún sin llamarlo tenis de mesa, su denominación correcta. Jugaba sin técnica, pero con constancia y pasión. A un par de océanos de distancia del seleccionado juvenil chino y sus joggings rojos impecables, mi dream team en ojotas estaba formado junto a mis amigos de la infancia, Tito, Lóscar y Tomás. Por lo general, nuestros torneos sucedían después del horario de la merienda. El ranking, que llevábamos anotado rigurosamente en una pizarra, lo dominábamos Tito y yo. En aquel momento, pensábamos que nosotros dos hacíamos la diferencia por haber inventado y cultivado un modo original de jugar al que bautizamos estilo turco. Éste estaba inspirado en las gesticulaciones exageradas de medio oriente que, recreadas en la manipulación de una paleta, además de resultar irritantes a la vista, imprimían a los tiros efectos curvos imprevisibles para el rival. La verdad acerca de nuestra superioridad es que Tito era el único de los cuatro con espacio en la casa para una mesa de ping-pong, por lo que naturalmente tenía más horas de práctica. Y que yo era, por lejos, el que más tiempo compartía con él. 

Recién iniciaba nuestro primer año del secundario. Sería marzo o abril, a lo sumo. Durante una clase de gimnasia, el profe nos arengó acerca de unos juegos intercolegiales de los que iría a participar la escuela. Un torneo en el que cada camada de chicos competiría contra otros de la misma edad, pero de otros institutos. En los deportes colectivos más populares, como el fútbol, la formación del representativo de primero era indiscutida, basada en el talento demostrado por los mejores recreo tras recreo. Distinto era el caso de otros deportes individuales o en dupla, como ser el tenis de mesa, que requerían de una clasificación interna previa para decidir quienes iban a defender el honor del colegio frente a otras instituciones. Entusiasmados, desde nuestra barra pingponera propusimos la casa de Tito como sede de la eliminatoria. Sin otra alternativa que se le opusiera, el ofrecimiento fue aceptado de inmediato por el maestro de educación física. Seguros de nuestra destreza (y de poder sacarle una ventaja deportiva a la localía), la semana siguiente entrenamos a turno completo después de clases. Además, aprovechando que Tito era hijo de un exgolfista profesional devenido en comerciante de productos deportivos, renovamos “al costo” nuestras paletas para la ocasión, reemplazándolas por unas importadas más sofisticadas, de esas con varias capas.

Los representantes de la escuela que surgirían después de la eliminatoria serían tres en total, una pareja de dobles y un singlista. Lo que implicaba que uno de nosotros cuatro quedaría afuera, aún en el mejor de los casos. Reconozco con pudor que mientras practicábamos, yo ensayaba mentalmente los gestos de solidaridad que tendría con mi amigo o amigos que no clasificasen, convencido de mi destino de gloria pingponil

De más está decir que el clasificatorio resultó un desastre total. Un Pearl Harbor del tenis de mesa estudiantil. Los otros competidores, alrededor de diez chicos de nuestro mismo curso y de las otras divisiones de primer año, nos dieron palizas sucesivas, en mi caso incluso con algunos games en los que no pude siquiera abrir el marcador. Tito fue el único de los cuatro que logró ganar un partido, lo que desde luego tampoco le alcanzó para ser parte del equipo escolar.

Esta semana, treinta y cinco años después de aquel día que permanecerá en la infamia, por primera vez fui echado de un trabajo. Las variadas recriminaciones falopa que recibí durante el acto de despido omitieron por cierto el verdadero desencadenante de mi eyección de ese pequeño infierno publicitario palermitano que es La Gran O Argentina. Dos semanas atrás, en una reunión de gerencias, el departamento de Recursos Humanos presentó los resultados de una encuesta de auditoría global para medir el nivel de satisfacción de los empleados. El estudio tenía dos ejes. El primero, inclusividad. Bravo ahí, calificación promedio. Si bien es una filial de la agencia bastante machista, sin una sola directora creativa en su staff, nadie es discriminado por raza, religión u orientación sexual. El segundo, salud mental. Resultados paupérrimos, en los que solo un porcentaje ínfimo de los empleados considera que la empresa se preocupa por su bienestar emocional y mental (el mismo que además, agrego, hace esfuerzos por destruir). Compartidas las conclusiones, el CEO pidió sugerencias de cómo solucionar el problema, empezando él con la primera: organizar torneos de ping-pong. Intentando dejar de lado mi aflicción por aquella lejana derrota deportiva, me atreví a emitir una opinión. Una zoncera medio naif, que a oídos ajenos sonó subversiva: respetar las condiciones de trabajo a los empleados, para que al final del día les queden ganas de jugar al ping-pong, al metegol, al truco o a lo que sea. La reacción inmediata fue ganarme el repudio de todos sus esbirros, cómplices responsables de los resultados patéticos del sondeo, que desde luego estaban en la sala. Y el silencio vergonzoso de otros, a los que no juzgo, ya que son víctimas. O bien porque manejan la política en las empresas de una forma distinta a la mía, claramente más efectiva.

Ojalá siguiera ahí solo para jugarles, paleta en mano y mano a mano, la ética laboral en un partido de ping-pong.

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¿Me busco un problema honesto?

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